Hoy es un buen día para cambiar.
Hace poco más de tres años mi forma de ser, mi forma de enfrentar al mundo, de combatirlo, de disfrutarlo, cambiaba rotundamente. Más precisamente, ese click que motivó el negativismo que llevo inmerso en mis células, se dio el 17 de diciembre del 2008, día en que le explotó una botella de cerveza en el rostro a Santi.
Nunca me atreví a escribir de esto, aunque lo intenté infinidad de veces. Cada vez que empezaba se me hacía un nudo en el estómago, en el corazón, en mis dedos, ese nudo no me dejaba continuar, decir lo que siento o lo que pienso de ese momento. Pero hoy es el día en que quiero dejarlo atrás, desatarlo, continuar.
Volvimos tarde del supermercado ese día, aprovechamos la oferta semanal del banco para comprar todo lo del cumple de Santi con descuento (él había cumplido su primer añito hacía tan solo dos días). En la cocina de nuestro mini departamento íbamos acumulando las botellas y los paquetes de todo lo que pretendíamos comer y beber unos días a futuro, al lado de la heladera descansaban botellas de cervezas cerradas. La flaca unos días atrás me había dicho “no las dejes ahí, son peligrosas para Santi”, pero por confiado, estúpido, o simplemente para llevarle la contra, las dejé, total, qué podía pasar.
Entramos al departamento con un sin número de bolsas del supermercado, el huevito, el bolso, y Santi a upa. Lo dejé en el suelo a Santi, le di un globo para que se entretenga, y me fui a acomodar todo. La flaca estaba en la puerta, entrando más cosas, acomodando, no lo sé, yo debía de haber controlado a Santi, yo tenía que haberlo cuidado, y no lo hice. Su globo blanco voló y él lo persiguió. El globo tocó una de las botellas de cerveza que había al lado de la heladera, o Santi quiso agarrarlo y la golpeó sin querer, no lo sé, pero la botella explotó (la culata de la misma quedó parada, eso indicaba que no se cayó por el golpe, simplemente explotó). Escuché la explosión, el llanto instantáneo de Santi, la espuma blanca de la cerveza, la espuma roja de la cerveza, la sangre brotando del rostro de mi hijo.
No llegué a pensar nada, simplemente actué. Lo tomé del piso, tomé una toalla que andaba dando vueltas, se la puse en el rostro, y corrí hacia la puerta. Creo que le grité a la flaca que se había lastimado, ella me quiso decir de llamar a una ambulancia, no la dejé, le grité y le dije que nos íbamos al hospital. Corrimos por el pasillo hasta la calle, subimos al auto, y viajamos a toda velocidad por las calles de la ciudad. Todo el tiempo, mientras manejaba como loco, tocaba bocina y hacía luces para evitar que choquemos, sólo pensaba en una cosa “que no sea el ojo por favor, que no sea el ojo”.
Llegamos al hospital Italiano, estacioné como pude, lo tomé a Santi en brazos y corrimos hacia la guardia, la gente nos veía pasar, lo veían a Santi y se paralizaban. Al llegar a la sala de espera habría unas 10 personas esperando, todas llamaron al doctor o a quien sea para que atendieran a nuestro hijo. Nos hicieron pasar a una sala de espera, le quitaron la toalla del rostro a Santi y comenzaron a limpiarlo.
Sus ojos sanos me miraban rojos de miedo y llanto, me miraban y me llenaban de culpa, con cada lágrima sentía que me preguntaban porqué dejaste esa botella ahí, porqué no la corriste, porqué fuiste tan, pero tan estúpido papi. Un tajo le cortaba el rostro, desde la mitad del labio hasta poco más arriba del cachete, podía ver una segunda boca en su rostro, un tercer labio, podía ver el hueso blanco de su maxilar brillando en el medio de su precioso rostro (o lo imaginaba, no estoy seguro).
A la flaca le bajó la presión y tuvo que acostarse en el suelo, yo lloraba y le decía a Santi que todo iba a estar bien, que él iba a estar bien. Yo no me creía lo que estaba diciendo.
Santi tiene un rostro angelical, no lo digo porque sea mi hijo, las fotos del suvenir de su primer año hablan por mi. Pocas veces había visto a una persona más bella en mi vida, nunca pude creer que yo hubiese sido parte de su creación. Y esa noche, por un descuido, sentía que todo se oscurecía en su futuro. El problema no era estético, sino que no se hubiese dañado algún músculo, algún nervio, cualquier pequeño corte en una zona que no correspondía podía implicarle una parálisis, una deformidad. Todo cruzaba por mis pensamientos, mientras apoyaba mi frente en la suya y le decía “todo va a estar bien hijo, no llores, vas a estar bien”.
Los médicos cortaron la hemorragia, pero no se animaron a coserlo. Nos fuimos directo a la clínica del niño, buscando un cirujano plástico. En la clínica no había ningún plástico, y sinceramente no nos daban confianza (ni ellos mismos se tenían confianza con el cómo iba a quedar). Nos mandaron al hospital de niños y ahí nos fuimos. A la flaca la hicieron entrar corriendo con Santi, a mi me dejaron en la sala de espera, junto al resto de los padres y niños enfermos. En algún momento había tapado a Santi con mi remera, para que no tuviese frío. Yo estaba en cuero, caminando como loco, rodeado de pacientes y personal de seguridad y nadie me decía nada (no se atrevían). Salió la flaca y me comentó que no había cirujanos plásticos, pero que los mismos médicos de guardias eran cirujanos, que teníamos que tomar una decisión, si cocerlo o no, pero teníamos que tomarla rápido ya que cada minuto que pasaba comprometía la herida. El médico salió vestido de cirugía y le preguntó a la flaca qué había decidido, ella no supo que decir y el médico tomó la decisión por si mismo, y lo coció. Hay pequeñas cosas de la vida de las que uno se arrepiente con el tiempo, y el no recordar (haber anotado) el nombre de ese médico es una de las que más me arrepiento yo, siempre quise agradecerle por ese momento, por su profesionalismo, por su decisión, pero no recuerdo ni su rostro, una verdadera lástima.
A Santi le hicieron 19 puntos en la herida. Lo trasladaron a la sala de quemados. Lo ataron de manos y brazos a la camilla (para que no se caiga, ni se toque). A nosotros nos dejaron pasar y estar junto a él, aunque sea hasta las 4 de la mañana, hora en que cambiaba el turno. En la sala solo podían estar mujeres, así que tuve que pasar el resto de la noche sentado en el piso del pasillo (no tenía sala de espera ni bancos en el pasillo, para acceder a la sala de quemados hay que bajar por una pendiente muy pronuncia y girar 90 grados en forma brusca hacia la derecha, no se puede acceder por ascensor, y las escaleras al final del pasillo nunca supe hacia donde iban).
Esa noche no dormí. A la mañana siguiente avisé a compañeros de trabajo, familiares y amigos.
A partir de ese día pasamos por 4 cirujanos plásticos, tratamientos varios, cremas, masajes, lo que pudiera ayudar para borrar esa marca del rostro de mi hijo. Hoy la cicatriz a penas si se ve, hay que mirarla con mucho detalle para notar que está ahí, no le quedaron secuelas ni músculos del rostro comprometidos, salvo su futura barba todo parece que estará bien.
Esa cicatriz la llevo cortándome el alma. Desde ese 17 de diciembre que no dejo de verle el rostro a Santi a diario, que no dejo de recordar sus ojos rojos preguntándome porqué. Y es esa respuesta la que me atormenta a diario, el no poder responderla me carcome por dentro y cambió drásticamente mi forma de ser.
Antes del accidente tenía una visión positiva de la vida, muy positiva. Creía que si uno hacía las cosas bien te tenía que ir bien, que todo lo malo que nos sucedía tenía una explicación, aunque no se viera en ese momento, que todo absolutamente todo tenía un porqué, hasta que explotó esa botella de cerveza. Desde ese momento vivo atrapado en una negación y un mal humor contagioso y virósico, que no se cura, que se expande, que obtiene lo peor de mi ser, que infecta día a día esa cicatriz que me quedó grabada en la mente, una mente esclava de un momento, de una pregunta que no puede responder.
1 comentario:
Muy buena historia (me emocionó muchísimo leerla). Sinceramente, te felicito: está escrita con el corazón, arrancada con angustia de tu vida, pero además tiene una técnica que a uno lo mantiene en vilo hasta el final.
Gracias, Diego, por hacerme saber del blog. Un abrazo (voy a seguir leyendo)
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