Corre el año 2050 y estoy en la puerta del edificio donde me esperan a mi primera reunión de la AAC (Adictos Anónimos al Celular). No estaba convencido de venir, pero mi mujer (aquella que está a mi lado desde hace más de 60 años), me amenazó con abandonarme si no trataba mi adicción al celular. Admito que tengo un problema, me di cuenta de eso cuando abrí el cajón del ropero y había más celulares que calzoncillos, pero es un problema ligero, no afecta a nadie, no estoy enfermo. Es cierto que me desmayé en plena calle por que se me había acabado la batería, ¿pero a quien no tuvo alguna vez un ataque de pánico?
Estoy por golpear la puerta del edificio y me arrepiento, doy media vuelta y comienzo a caminar despacio apoyado en mi bastón de cedro. En eso suena mi celular de nuevo. “¿A donde te crees que vas?, ya te volvés a la reunión, tenés 80 años, no podés portarte como un nene”. Maldito GPS, pienso.
En la AAC me recibe un tipo alto, con cara de pavote, lentes y barba blanca. Me sonríe y me dice “Ud debe ser Diego”, y me señala una silla vacía, al lado de una gorda y de un niño de no más de 5 años. Todos me miran, algunos evitan reírse (aunque no lo logran muy bien), y al unísono gritan “BIENVENIDO DIEGO”.
Soy el único anciano del grupo, los otros adictos a los celulares son gente jóvenes o están muertos.
De pibe siempre intenté evitarlos, me daba cosita depender de uno, “como que me quitan intimidad”, le respondía a cada persona que me peguntaba porque no me compraba uno. Pero mi mujer me insistía con que lo tuviese, que era importante que estemos comunicados, y ahora es ella la que me obliga a venir a estar reuniones pagas por el gobierno. Al principio los diputados y senadores intentaron sacar una ley contra el uso de los celulares, pero esa decisión terminó con la masacre de septiembre, donde murieron 280 fanáticos del iPhone y 10 policías, y terminó con el gobierno de turno. Hoy las telefónicas son dueñas de medio mundo, todo pasa por ellas, y hasta las calles llevan los nombres de emblemas de sus viejos tiempos. En la Av. Step Job y Nokia 1100 se comen las mejores milanesas a la napolitana de Buenos Aires.
No existe ser humano sin celular en mano, se cree que hay 12 líneas activas por persona de promedio en el mundo, hasta los bebes a penas nacen reciben un chupete, una mamadera y un Smarphone de regalo. El mundo se divide entre empresas de celulares, y hasta hubo guerras por el dominio de la cobertura, ya pelea por religión o límites territoriales, ni siquiera por equipos de fútbol, hoy el fanatismo se divide entre los Movistares, los de Claro o los de Personal. Nada se escapa a su dominio, y hasta en el medio de la antártica se encuentra señal para el BlackBerry.
Pero acá me encuentro, ante un grupo de desconocidos que me sonríen falsamente y me miran con sus ojos vidriosos.
- Lo primero que hacemos acá Diego es apagar nuestros celulares, nadie puede tener uno prendido.
Lo miro al barbudo y espero que me diga que era solamente un chiste, pero no, el tipo me mira, impaciente, esperando que haga algo que no hacía en 50 años.
Tomo mi celular del bolsillo, lo miro, miro a mis compañeros que siguen sonriéndome ansiosos, me tiembla la mano. Apoyo mi dedo hacia el botón de apagar, ese que tiene el dibujito de un teléfono en rojo, el que nunca usé. Comienzo a transpirar, quiero hacer presión con el dedo pero no me sale, mi cuerpo no responde. Me paro ansioso, me doy media vuelta, y salgo corriendo.
Ni yo me creía capaz de correr todavía, a mi edad, con la mala vida que había llevado, pero sin embargo ese día corrí, me escapé de ese lugar abominable, impuro, despiadado. Corrí hasta la esquina, e intenté respirar, un poco más aliviado. Saqué el celular del bolsillo, y revisé la Bandeja de entrada, tenía un mensaje nuevo. “Te dejo, no puedo vivir con un adicto”, y provenía del número más usado. Guardé el celular y seguí caminando, puedo vivir el resto de mi vida sin una pareja, sin una mujer a mi lado, pero sin señal no puedo, las rayitas sobre esa pantalla son lo único que me mantienen unido al mundo, prefiero estar muerto a desconectado.
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