Un días Más
Otra vez el despertador, sonando como un día más, un día cualquiera, en este día tan distinto.
Lo apagué como todas las mañanas, como si nada cambiara, como si no supiera lo que me deparaba el destino.
“Hoy no me lavo los dientes”, pensé mientras me miraba al espejo. Nunca me gustó el sabor del dentífrico, la pasta en la boca, las encías raspadas, el brillo.
Tome mi botella de jugo de naranja de la heladera, me colgué la mochila al hombro, regresé a la habitación, y en la penumbra de un cuarto iluminado por un solo foco de un cerrado pasillo, miré por unos segundos a mi esposa y a mi hijo, sentí por última vez esa paz que sólo te regala la respiración calma de un hijo, el saber que nada importa salvo que te ame, que lo ames, que sepas que aunque solo tenga cinco meses no sufrirás su olvido.
Al caminar hacia el colectivo descubro que el barrio ha cambiado. Hay nuevos edificios, está todo repavimentado, todo colorido; el resplandor de la luna le da un tono único, algo oscuro y distraído, algo gris, algo abatido.
Una leve brisa me recuerda que la noche anterior la flaca me dijo “abrigate que mañana va a hacer frío”. Siempre le acertaba a todos sus pronósticos, sean del tipo que sean, siempre acertaba el futuro aunque vaticinios sin mucho sentido. Yo siempre me negaba a hacerle caso, un poco defendiendo mi independencia, un toque de rebeldía absurda, una pizca de ignorancia, y muchas ganas de pelearla, de seguirle la contra, de reírnos al escuchar el “yo te dije”, el “soy guapo me la aguanto”, el “que te aguante tu madre el resfrío”, la tasa con té, limón y miel, los mimos.
El colectivo llegó a las 6:37, dos minutos tarde, lleno, como todas las mañanas hace algunos meses. “Parados” grito el chofer desde su omnipresencia, “subo igual” le grite, sabiendo que él se equivocaba, que un lugar vacío me esperaba en el fondo, del lado derecho, ventanilla, entre una cortina a medio cerrar, un señor mayor de proporciones generosas, un saco colgado del asiento delantero, el aire acondicionado prendido, el olor a uso, las toses perdidas y el sueño invasivo.
Hace poco más de tres años que viajaba a Capital Federal a trabajar todas las mañanas, esa era la primera vez en que no me quedaba dormido. No podía dejar de pensar, recordar lo que dejaba, lo que extrañaría, lo que me perdería, el vacío. Los compañeros del anterior trabajo llamando para ver donde estaba, porque no había ido a almorzar como quedamos por mail el día anterior. Santi esperándome en casa, para que lo alce, para que lo bañe, para salpicarme, para reírnos. Mi líder del trabajo llamando a los números de contacto, intentando descifrar porque llegaba tarde por primera vez desde que comencé a trabajar con ella. Mis hermanos y mi madre llorando, mi padre haciéndose el valiente intentando consolarlos. Mis amigos intercambiando anécdotas, desconsolados, pero con una risa en la boca recordando. Y Ceci, sin poder entenderlo, sin descifrar como sucedió, sin entender el porqué, sin darse cuenta que no existe un porqué, que no existe una explicación, que la vida es así, que nunca tiene sentido, que siempre le toca al equivocado, que siempre hay alguien más, alguien peor que aquel que se ha ido. Y todo mezclado con Santi, sus ojos desbordando amor, su sonrisa contagiosa, el orgullo cuando lograba dormirlo en mis brazos, la sensación de detenerse el tiempo cuando cruzamos miradas, cuando me mira y yo lo miro y no logro dejar de mirarlo.
Un ruido me distrae, “llego el momento” pienso convencido. Un golpe de costado, el grito de un chofer desconcertado, la gente abriendo sus ojos, cayendo en una realidad impensada, la luz de un poste que de frente iluminaba todo el colectivo como un amanecer artificial y espontáneo, el techo comprimiéndose, los nervios, los gritos, un gran frío recorriendo mi cuerpo, y Santi en mi recuerdo, solo su imagen deteniendo el tiempo.
El diario sobre la mesa abierto en la sección policial dejaba ver la foto de los restos del accidente, como si lo que hubiese quedado fuesen restos de algún todo que ha dejado de existir. Era raro que se compre el diario en el departamento, salvo para algún sorteo o alguna nota en la que figuraba algún conocido. Pero este era un diario especial, era el diario del día después. “No hubo sobrevivientes” marcado con resaltador amarillo en la tercera línea del texto. “El conductor del camión se quedo dormido” resaltaba la quinta línea. “Se tomaran medidas urgentes, aseguró el intendente” dejaba leerse en el último párrafo. “No dejaremos que vuelva a suceder” tachado con furia y bronca en el último renglón del artículo.
El departamento estaba lleno como pocas veces, Diego siempre se preocupó por dónde se sentarían todos, porque estén cómodos. Pero él ya no estaba para preocuparse, para coordinar todo, para ser el anfitrión que siempre había sido.
Las abuelas jugando con Santi, que feliz pasaba de brazo en brazo, sin saber la realidad, una realidad ajena a su niñez, una realidad amarga que lo acompañaría a todos lados. Estaba todo mojado, y no por sus propias lágrimas como otras veces, sino por las ajenas, la de los amigos, la de los parientes, la de los conocidos, la de todos los que lo quieren y querían estar a su lado.
“No me vas a creer, pero Diego alguna vez comento en el almuerzo que él había soñado con su muerte, que sabía cómo sería y cuándo. Nos burlamos tanto de sus palabras, su silencio aseguraba que no estaba bromeando, sin embargo no lo escuchamos”, se escucha que le comentaba Javi al Pelado.
“Alguna vez escribió exactamente lo que le iba a pasar en uno de los comentarios del blog, si bien le creí nunca pensé que sería tan pronto, es todo tan raro”, le contaba Quito al Kone mientras tomaban el Jonny Walter que Diego les había guardado para ellos por tanto tiempo.
“El cuerpo fue entregado al hospital para que sean donados sus órganos, como él habría querido”, confesaba la madre de Diego a un vecino.
No había mucho dolor, solo muchos recuerdos, como alguna vez había pedido. Diego jamás hubiese imaginado que tanta gente estaría hablando de él al mismo tiempo, que tanta gente estaría al lado de Ceci y de Santiago, ayudándolos, consolándolos, brindando su apoyo incondicional y auténtico. Jamás hubiese imaginado que tanta gente lo quería, que tanta gente lo extrañaría, que tanta gente lo tendría por siempre a su lado.
Sólo una frase se escucho desde el fondo que estremeció los corazones de todos los presentes, sólo una frase se pronunció en silencio absoluto, sólo esa frase mantuvo el silencio por varios minutos. Sin siquiera pensarlo, el petizo se limpió los ojos y mirando al piso le dijo a Gonzalo “no hacía falta que se muera para decir que era un buen tipo, hace rato que nos habíamos dado cuenta de eso”.
martes, 23 de septiembre de 2008
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1 comentario:
Sin palabras. Estoy con la piel de gallina y con las lágrimas contenidas desde casi el principio.
Se nota que seguís pensando en el tema muchísimo...
Un abrazo grande.
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