martes, 11 de diciembre de 2007

Las fiestas del Esquiú

Dentro del planeta de La Plata existe una luna distante llamada City Bell la cual tiene su propio encanto, sus habitantes muy particulares, y costumbres que se suceden de generación en generación. Una de ellas, que se convirtió en un clásico, fueron las fiestas del Esquiú.
El Esquiú es un colegio privado, de índole católica, donde el destino quiso que realice la secundaria y me guiara por el fabuloso mundo de la informática. Antes de que yo empiece a concurrir a su establecimiento, mucho antes, ya era tradición las fiestas organizadas por los alumnos de cuarto año para recaudar fondos para la fiesta de egresados de los de quinto año. Si, escucharon bien, los de cuarto organizaban la fiesta para recaudar fondos para los de quinto, metodología que nunca vi implementada en ningún otro lugar de ningún otro mundo. Así que los de cuarto se mataban para organizar las fiestas, vender las entradas, administrar las ganancias, alquilar el salón, comida, cotillón y demás, para la fiesta de egresado de los sus compañeros mayores, los cuales a muy pocos conocían y que ni las gracias les daban, pero que habían organizado la fiesta del año pasado. Pero esa es la tradición y de ese modo debería ser respetado.
Las fiestas del Esquiú siempre fueron un clásico, en un comienzo se realizaban en el mismo colegio, en el tinglado para ser exactos, pero la falta de infraestructura adecuada y los destrozos por parte de los inadaptados de siempre hicieron que esta práctica fuera decayendo, abriendo el abanico al alquiler de salones más específicos para el tan esperado evento. Así las fiestas se dieron cita en el club del barrio, el salón de la curva de la muerte y no recuerdo que otros lugares, todos con la desventaja de que no era lo mismo del colegio, lo tradicional siempre tiene su encanto.
Una vez por vez a partir de marzo se hacían las fiestas, los alumnos se encargaban de la venta de las entradas anticipadas, las cuales siempre eran pocas, nunca vi un evento con tanta preventa. Los rangos de edad de los asistentes iban de los 12 a los 19 años, bastante dispares por cierto.
Una particularidad de las estas fiestas era su música. No existía un ritmo predominante, los mismos se sucedían y mezclaban para complacer los paladares más exquisitos y amplios, Rock nacional, internacional, rock pesado, heavy metal, cumbia y lentos se escuchaban a lo largo de toda la noche en un cambalache musical sin precedente. Comúnmente los alumnos de cuarto año eran los encargados de realizar una lista con los temas de su preferencia, tan variada como los mismos alumnos, la cual era entregada al DJ de turno, el cual ponía lo que tenía ganas, pero que a veces coincidía con el listado dejando así contentos a una pequeña minoría y sin que el resto lo notara. La cumbia y los ritmos latinos eran mi fuerte (si se puede llamar de alguna manera), revoleaba a las chicas de un lado para el otro improvisando piruetas y siempre rescatando alguna sonrisa de las desprevenidas de turno (en la época que yo hacia esto la cumbia se bailaba separado, no existían los ritmos de salsa, nadie savia hacerle dar una vueltita a su pareja de baile, era todo un precursor, y ahora ya me pasaron el trapo). En el momento de la música pesada se armaba un círculo espontáneo en el medio de la pista y los más osados se tiraban en su centro chocando cuerpos contra cuerpos y saltando de lado a lado. El momento de los lentos era un clásico, este ritmo solo se encontraba en estas fiestas y en los malones de barrio, ya que hace rato no se podía escuchar en un boliche comercial. Así que me pasaba todo ese rato recibiendo su respectivo “no” o sea, siendo rechazado.
Otras particularidades de las fiestas era que no se vendía bebidas alcohólicas ni cigarros, solo algún que otro kiosco improvisado por los alumnos para recaudar algún peso más de lo pensado. Los padres voluntarios hacían de patobicas y eran los encargados de sacaban de las fiestas a aquellos que empezaban una pelea, la cual siempre continuaba en la calle. Lo bueno de esa época era que solo eran peleas a puño y hasta que uno cayera, nadie usaba armas de ningún tipo y nadie golpeaba a otro que estuviese tirado, cuando uno caía se terminaba la pelea y todos a sus casas sin resentimiento, solo cansados.
A lo largo del año se juntaba el dinero destinado a la fiesta de egresado y el sobrante, que casi siempre existía, se destinaba al pago de algún liberado del viaje de egresados.
Al final de las fiestas siempre nos volvíamos caminando con los chicos del barrio. Una parada obligatoria era la panificadora de la esquina, eso de las cuatro de la mañana golpeábamos el portón, el encargado nos regalaba algunos panes recién orneados, el broche de oro para una noche de parranda, pan caliente compartido con los amigos, pasando de mano a mano.

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