La gran diferencia entre la capital y el interior del país
es el tiempo, parece viajar más despacio, como si alguna fuerza misteriosa
imantara las agujas del reloj provocando errores en su funcionamiento. La
otra gran diferencia estaba en los colores, mientras el interior parecía estar
pintado de verdes, rojos, celestes y amarillos, la capital parecía vestirse sólo
de matices grises, colores sombríos, opacos y aburridos fruto de un artista depresivo y
monotemático.
Juan pensaba algunas de estas cosas mientras viajaba con la
cabeza apoyada en la butaca del asiento del colectivo que había salido de Retiro
a las 9 am. Disfrutaba del verde del paisaje, de la tierra colorada, de las
casas precarias pero prolijas que se levantaban al costado de la ruta. El
colectivo estaba medio vacío, poca gente viaja a Misiones en mayo, en día de
semana, que justo coincidía con el día de su cumpleaños número 38.
Había abandonado esas tierras hace 30 años atrás cuando su
padre murió en un accidente laboral y su madre decidió mudarse a la capital del
país buscando una oportunidad laboral que le diera a su hijo la posibilidad de
estudiar y progresar, cosas que en su pueblito natal le eran casi imposible. Su
madre limpió pisos y excrementos ajenos en inodoros de clase media alta por casi
10 años, hasta que volvió a casarse con un comerciante del barrio de Flores al
que la suerte lo acompañó en sus negocios y pudo pagarle a Juan una educación
universitaria privada a la que pocos tenían acceso. Su madre tuvo dos hijos
más, a los que Juan no veía con demasiada frecuencia, vidas ajetreadas en una ciudad
sin tiempo hacía que solo se llamasen en ciertas festividades o cumpleaños. Juan
se recordaba cambiándoles los pañales, haciéndolos reír con juegos simples, los
mismos que años después utilizaría con sus propios hijos.
El cartel sobre un comercio al costado de la ruta donde se
llegaba a leer ‘Casa de pastas Santa Teresita’, le recordó a su mujer. Teresa
había heredado el nombre de su abuela, y su vocación por la abogacía la había heredado de su padre. Esa misma vocación hizo que lo conociera a Juan cursando el
segundo año de la carrera en la universidad, y la enfermedad terminal de su
padre, el hombre que más amó en su vida, hizo que cuando a Juan le
diagnosticaron cáncer de páncreas no lo pudiera soportar. La sola idea de revivir
cada uno de esos momentos, del tratamiento, de los vómitos, de las noches en
vela sin dormir, del dolor del ser amado, del saber que cada esfuerzo es en vano porque
el destino del enfermo está marcado y no existe borrador para esa tinta, la
torturaban por dentro. Juan despertó unos meses después que le dieran el
diagnóstico y descubrió que su casa estaba vacía, una carta le juraba que Terea
aún lo amaba pero que no soportaría volver a vivir lo mismo otra vez, le pedía
que solo pasara a ver a los chicos cuando tuviese un buen día, que el recuerdo
que ellos deberían guardar de su padre tenía que ser el de un hombre íntegro,
fuerte, alegre, y no de la persona en que se había convertido en el último tiempo,
ese espantapájaros del destino cuyos dolores le impedían sonreír o mantener una
conversación coherente por más de 10 minutos.
Tomó otras 3 pastillas blancas mientras se acomodaba en la butaca. Las
pastillas lo atontaban y adormecían pero por alguna razón en ese viaje no
había logrado consiliar el sueño. Los últimos meses se las pasaba durmiendo,
su vida se había hecho pedazos de una forma tan vertiginosa que no tenía sentido. No
podía creer que su mundo fuese tan frágil, que un día su despacho manejara más de
100 juicios, que 2 secretarias y otros 2 abogados dependían de sus decisiones, de
su criterio, que se pasara 14 hs diarias corriendo de juzgado en juzgado. Tenía
una familia, un nombre, un gran futuro, hasta le habían hablado de un cargo
político para ser la dupla de un candidato con muchas posibilidades de quedarse
con la gobernación de la provincia, era la envidia de sus colegas, de sus
amigos, y una frase tan sencilla como ‘siento darle esta noticia, tiene cáncer de
páncreas, le quedan menos de 6 meses de vida, 12 si es riguroso con el
tratamiento’ pudo dar vuelta su universo por completo.
En alguna serie televisiva que vio en sus horas de lucidez (¿o
lo había leído en un libro o en una película?, no lograba recordarlo) el protagonista
planteaba que la vida era un circulo, se nacía en un punto del mismo, se moría
justo en el punto que lo antecedía y se volvía a nacer, así infinitas veces,
por el resto de la eternidad. Los puntos intermedios eran los que llamavamos vida,
son los recuerdos, los momentos vividos. Se planteaba que uno debía vivir lo
mejor posible porque repetiría por el resto de la eternidad las mismas sensaciones,
los mismos sufrimientos, los mismos placeres. Esa idea lo atormentaba, nunca hubiese
deseado hacer lo mismo, nunca más dejaría que sus hijos crecieran sin un padre
si pudiese decidirlo, nunca dejaría que los últimos 30 años de su vida se le hallasen
escapado de entre los dedos.
Bajó del colectivo en la terminal de San Pedro, respiró el
aire cálido del otoño misionero y disfrutó de lo que creía olvidado. Llevaba una
pequeña mochila colgada al hombro, no necesita nada más para ese viaje. El
pueblo se veía igual que hace 30 años, las mismas calles de tierra, los mismos
autos llenos de tierra colorada a 20 km por hora en la avenida principal, las
mismas vendedoras de chipa con sus canastas apoyadas en la cabeza ofreciendo
sus productos con acento extranjero. Todo permanecía igual a como era cuando él
tenía 8 años, como si el tiempo no hubiese pasado. Comenzó a caminar en bajada
hacia el río, notó que la gente lo miraba y lo saludaba. Se preguntó si alguno
lo reconocía en realidad o era simplemente la costumbre de la gente del pueblo.
Pasó por enfrente de su viejo colegio, no había cambiado nada de lo que
recordaba, en el interior se escuchaba el murmullo de cientos de chicos corriendo.
Seguro que estaban en recreo, igual que lo estuvo él hace tiempo, jugando al fútbol
con una pelota de trapo, tratando de ganar una figurita con la tapadita,
robándole un beso a la primera niña que le resulto deslumbrantemente hermosa.
Se detuvo enfrente de una casa de madera y no pudo evitar
llorar sintiendo que su padre le sonreía desde cada rincón de la misma, desde
cada clavo que él mismo había puesto para construirla. La recordaba más grande
de lo que era en realidad, se sorprendió que vivieran en algo tan pequeño y con
aspecto tan austero y aún así no recordar carencias o pobreza en su niñez. Es
cierto que no tenían baño, que tenían que caminar 20 metros por el pasto hasta
una letrina, que sus padres no le compraban ropa nueva, sino que se vestía con lo
que se heredaba de primos y vecinos, que
no se usaban zapatillas de marca, se andaba descalzo o con alpargatas y una sola
zapatilla de lona para los cumpleaños o los domingos, era cierto que él no tenía
cama, que dormía en un colchón tirado en el piso, en la misma habitación que
sus padres y que éste lo tapada los 3 o 4 días de frío que hacían en el año con
camperas y pulóveres de él porque no tenían ni una sola frazada en la casa y
mucho menos un acolchado. Todo eso era cierto pero nunca sintió que en esos 8
años fueran pobres, nunca sintió necesidad o deseo tener más de lo que tenían, nunca
le reclamó nada a sus padres ni les recriminó por algún juguete o alguna
consola de video juegos, cosas que él había sufrido con sus propios hijos. Recordaba
que su padre lo llevaba a pescar seguido a un dique cerca de su casa, recordaba
que su madre cebaba tereres de carqueja junto al agua mientras su padre pelaba
una caña de azúcar y se la daba para que la masticara. Parado en frente de esa
casa se le llenaba la mente de recuerdos, cientos, miles de momentos donde reinaba la paz, la felicidad, el olor a tierra y pasto, el sonido del viento y
los pájaros. Hizo el esfuerzo por recordar algo de los últimos 30 años y no
pudo, salvo los nacimientos de sus hijos o el casamiento con Teresa poco tenía
verdaderamente importancia. En la capital el tiempo vuela,
los meses son minutos, la vida solo un intento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario