viernes, 8 de mayo de 2015

Tiempo

La gran diferencia entre la capital y el interior del país es el tiempo, parece viajar más despacio, como si alguna fuerza misteriosa imantara las agujas del reloj provocando errores en su funcionamiento. La otra gran diferencia estaba en los colores, mientras el interior parecía estar pintado de verdes, rojos, celestes y amarillos, la capital parecía vestirse sólo de matices grises, colores sombríos, opacos y aburridos fruto de un artista depresivo y monotemático.

Juan pensaba algunas de estas cosas mientras viajaba con la cabeza apoyada en la butaca del asiento del colectivo que había salido de Retiro a las 9 am. Disfrutaba del verde del paisaje, de la tierra colorada, de las casas precarias pero prolijas que se levantaban al costado de la ruta. El colectivo estaba medio vacío, poca gente viaja a Misiones en mayo, en día de semana, que justo coincidía con el día de su cumpleaños número 38.

Había abandonado esas tierras hace 30 años atrás cuando su padre murió en un accidente laboral y su madre decidió mudarse a la capital del país buscando una oportunidad laboral que le diera a su hijo la posibilidad de estudiar y progresar, cosas que en su pueblito natal le eran casi imposible. Su madre limpió pisos y excrementos ajenos en inodoros de clase media alta por casi 10 años, hasta que volvió a casarse con un comerciante del barrio de Flores al que la suerte lo acompañó en sus negocios y pudo pagarle a Juan una educación universitaria privada a la que pocos tenían acceso. Su madre tuvo dos hijos más, a los que Juan no veía con demasiada frecuencia, vidas ajetreadas en una ciudad sin tiempo hacía que solo se llamasen en ciertas festividades o cumpleaños. Juan se recordaba cambiándoles los pañales, haciéndolos reír con juegos simples, los mismos que años después utilizaría con sus propios hijos.

El cartel sobre un comercio al costado de la ruta donde se llegaba a leer ‘Casa de pastas Santa Teresita’, le recordó a su mujer. Teresa había heredado el nombre de su abuela, y su vocación por la abogacía la había heredado de su padre. Esa misma vocación hizo que lo conociera a Juan cursando el segundo año de la carrera en la universidad, y la enfermedad terminal de su padre, el hombre que más amó en su vida, hizo que cuando a Juan le diagnosticaron cáncer de páncreas no lo pudiera soportar. La sola idea de revivir cada uno de esos momentos, del tratamiento, de los vómitos, de las noches en vela sin dormir, del dolor del ser amado, del saber que cada esfuerzo es en vano porque el destino del enfermo está marcado y no existe borrador para esa tinta, la torturaban por dentro. Juan despertó unos meses después que le dieran el diagnóstico y descubrió que su casa estaba vacía, una carta le juraba que Terea aún lo amaba pero que no soportaría volver a vivir lo mismo otra vez, le pedía que solo pasara a ver a los chicos cuando tuviese un buen día, que el recuerdo que ellos deberían guardar de su padre tenía que ser el de un hombre íntegro, fuerte, alegre, y no de la persona en que se había convertido en el último tiempo, ese espantapájaros del destino cuyos dolores le impedían sonreír o mantener una conversación coherente por más de 10 minutos.

Tomó otras 3 pastillas blancas mientras se acomodaba en la butaca. Las pastillas lo atontaban y adormecían pero por alguna razón en ese viaje no había logrado consiliar el sueño. Los últimos meses se las pasaba durmiendo, su vida se había hecho pedazos de una forma tan vertiginosa que no tenía sentido. No podía creer que su mundo fuese tan frágil, que un día su despacho manejara más de 100 juicios, que 2 secretarias y otros 2 abogados dependían de sus decisiones, de su criterio, que se pasara 14 hs diarias corriendo de juzgado en juzgado. Tenía una familia, un nombre, un gran futuro, hasta le habían hablado de un cargo político para ser la dupla de un candidato con muchas posibilidades de quedarse con la gobernación de la provincia, era la envidia de sus colegas, de sus amigos, y una frase tan sencilla como ‘siento darle esta noticia, tiene cáncer de páncreas, le quedan menos de 6 meses de vida, 12 si es riguroso con el tratamiento’ pudo dar vuelta su universo por completo.

En alguna serie televisiva que vio en sus horas de lucidez (¿o lo había leído en un libro o en una película?, no lograba recordarlo) el protagonista planteaba que la vida era un circulo, se nacía en un punto del mismo, se moría justo en el punto que lo antecedía y se volvía a nacer, así infinitas veces, por el resto de la eternidad. Los puntos intermedios eran los que llamavamos vida, son los recuerdos, los momentos vividos. Se planteaba que uno debía vivir lo mejor posible porque repetiría por el resto de la eternidad las mismas sensaciones, los mismos sufrimientos, los mismos placeres. Esa idea lo atormentaba, nunca hubiese deseado hacer lo mismo, nunca más dejaría que sus hijos crecieran sin un padre si pudiese decidirlo, nunca dejaría que los últimos 30 años de su vida se le hallasen escapado de entre los dedos.

Bajó del colectivo en la terminal de San Pedro, respiró el aire cálido del otoño misionero y disfrutó de lo que creía olvidado. Llevaba una pequeña mochila colgada al hombro, no necesita nada más para ese viaje. El pueblo se veía igual que hace 30 años, las mismas calles de tierra, los mismos autos llenos de tierra colorada a 20 km por hora en la avenida principal, las mismas vendedoras de chipa con sus canastas apoyadas en la cabeza ofreciendo sus productos con acento extranjero. Todo permanecía igual a como era cuando él tenía 8 años, como si el tiempo no hubiese pasado. Comenzó a caminar en bajada hacia el río, notó que la gente lo miraba y lo saludaba. Se preguntó si alguno lo reconocía en realidad o era simplemente la costumbre de la gente del pueblo. Pasó por enfrente de su viejo colegio, no había cambiado nada de lo que recordaba, en el interior se escuchaba el murmullo de cientos de chicos corriendo. Seguro que estaban en recreo, igual que lo estuvo él hace tiempo, jugando al fútbol con una pelota de trapo, tratando de ganar una figurita con la tapadita, robándole un beso a la primera niña que le resulto deslumbrantemente hermosa.

Se detuvo enfrente de una casa de madera y no pudo evitar llorar sintiendo que su padre le sonreía desde cada rincón de la misma, desde cada clavo que él mismo había puesto para construirla. La recordaba más grande de lo que era en realidad, se sorprendió que vivieran en algo tan pequeño y con aspecto tan austero y aún así no recordar carencias o pobreza en su niñez. Es cierto que no tenían baño, que tenían que caminar 20 metros por el pasto hasta una letrina, que sus padres no le compraban ropa nueva, sino que se vestía con lo que se heredaba de primos y vecinos, que no se usaban zapatillas de marca, se andaba descalzo o con alpargatas y una sola zapatilla de lona para los cumpleaños o los domingos, era cierto que él no tenía cama, que dormía en un colchón tirado en el piso, en la misma habitación que sus padres y que éste lo tapada los 3 o 4 días de frío que hacían en el año con camperas y pulóveres de él porque no tenían ni una sola frazada en la casa y mucho menos un acolchado. Todo eso era cierto pero nunca sintió que en esos 8 años fueran pobres, nunca sintió necesidad o deseo tener más de lo que tenían, nunca le reclamó nada a sus padres ni les recriminó por algún juguete o alguna consola de video juegos, cosas que él había sufrido con sus propios hijos. Recordaba que su padre lo llevaba a pescar seguido a un dique cerca de su casa, recordaba que su madre cebaba tereres de carqueja junto al agua mientras su padre pelaba una caña de azúcar y se la daba para que la masticara. Parado en frente de esa casa se le llenaba la mente de recuerdos, cientos, miles de momentos donde reinaba la paz, la felicidad, el olor a tierra y pasto, el sonido del viento y los pájaros. Hizo el esfuerzo por recordar algo de los últimos 30 años y no pudo, salvo los nacimientos de sus hijos o el casamiento con Teresa poco tenía verdaderamente importancia. En la capital el tiempo vuela, los meses son minutos, la vida solo un intento.

Llegó al dique y se sentó en la orilla, dejó a un costado sus zapatos y mojó los pies en el agua estancada. Veía pansuditos nadando alrededor de sus dedos. El silencio le resultaba insoportable, sentía hasta el sonido del latir de su corazón en el pecho, galopando aún a pesar de la quimioterapia, a pesar de las células muertas de todo su cuerpo. Se quitó la gorra y la apoyó sobre sus zapatos, se secó la pelada transpirada, se había desacostumbrado a ese calor seco tanto como a acomodarse el jopo que ostentaba hacía tiempo. El agua estaba calma, igual que sus pensamientos. Bajó el cierre de la mochila y extrajo la 38 que había comprado hacía unos años para proteger a su familia. Se rio amargamente pensado que ahora ese arma no tenía a quien proteger, había perdido su propósito, o casi todo. Tomo una bala de la mochila y la colocó en el tambor. Tiró el martillo hacia atrás, suspiró profundo y apoyó la punto del cañón sobre su cien derecha. Colocó su pedo sobre el gatillo, cerró los ojos y deseo con todo el alma que la teoría de aquella serie sea cierta, mientras el martillo chocaba contra la bala, esta explotaba y salía disparada hacia su cerebro, solo deseo que sea cierta para volver a vivir esos 8 años en el interior del país que duraron mucha más que los últimos 30 en la capital del infierno.

No hay comentarios: