La decisión era simplemente suya. Sus súbditos observaban ansiosos el rostro del que algún día fue como ellos, del que supo anteponerse a todo y a todos para hoy poder ocupar ese lugar de privilegio, de líder, de mecías. Observaban las arrugas de su frente, sus ojos horizontales cerrados, su expresión preocupada, analítica. La decisión era muy difícil pero sólo una persona podía tomarla.
No era la primera vez que tenía que decidir sobre la vida y la muerte, pero le preocupaba el hecho de que tampoco fuese la última.
Afuera un pueblo clamaba por su decisión, el hambre y la impaciencia cubrían cada rincón de su reino, la desesperación comenzaba a apoderarse de todos, incluidos sus hombres más fieles.
- Maestro – irrumpió atrevidamente un joven aprendiz, sólo un alma inmadura como la suya era capaz de cortar el trance del silencio.- Necesitamos que nos diga qué hacer, no podemos esperar un segundo más.
El anciano hombre abrió sus orientales ojos y clavó su filosa e inmutable mirada sobre el impertinente muchacho.
- Sólo queda algo por hacer, sacrifíquenlo.
Los murmullos comenzaron a apoderarse de la sala convirtiéndose en un grito ensordecedor y eterno.
- Aaaaaaltó – grito el anciano poniéndose de pie.- He dicho, y en las manos de él estará la responsabilidad de cumplir mis órdenes.
El joven sintió el dedo del maestro como si fuera una flecha clavada en el centro de su pecho, y todo por culpa de la ansiedad de un breve momento. Sus convicciones e ideologías corrían en contra de la orden que le había dado, pero si quería seguir allí, en ese templo de sabiduría, debía obedecer.
Tomó el arma homicida y contempló como la victima se retorcía entre los brazos de sus captores. Lo miró a los ojos y sintió su alma romperse en mil pedazos. Empuñó con fuerza la daga y de un solo golpe le atravesó el cuello. El aliento tibio y rancio de la muerte le beso el rostro. Esa noche sería su última noche en el templo…
Al poco tiempo Luis Molina abriría su propia casa de comida vegetariana. Sus bocadillos de acelga y brócoli llenarían los estómagos de sus clientes en los mediodías del microcentro porteños. Y aunque el tiempo pasara y el nunca volviera a probar la carne de ningún animal en su vida, aún hoy lo persigue el recuerdo de esa tarde en la que se acabara el lechón en el restaurante chino donde trabajaba de ayudante de cocina, y el maldito y mal parido cocinero del lugar lo mandara a matar a la mascota del dueño para tener que poner en la parrilla.
martes, 27 de abril de 2010
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