martes, 16 de diciembre de 2008

Y al final...

Comencé a la mañana durmiendo a penas unas horitas, el calor de un pequeño departamento cerrado herméticamente para evitar que se moje el parquet de la pieza o los cables de electricidad que cruzan el living a través de un precario cablecanal, no hacia más que despertarme cada cinco minutos y obligarme a insultar al Dios de la temperatura y a la madre naturaleza.
Mi hijo termino levantándose a las nueve en punto y junto con él decidí comenzar mi día.
Chocolatada con edulcorante (que mal que estamos, estos productos lith me van a terminar matando, o quitando las ganas de vivir), medio paquete de biscochos (nunca entendí el concepto de ahorrar calorías por un lado y sumarlas por el otro, debe ser la inevitable sensación que uno lleva dentro intentando equilibrar el mundo) e Internet formaron una combinación perfecta para terminar de realizar un resumen de lo que nos podrían llegar a tomar en la última obligatoria.
A los pocos minutos empezaron a llegar las imágenes de las prontas obligaciones a mi cabeza, frases como “todavía falta…”, “tengo que hacer…”, “no llego con…”, “como hago para…”, se sucedían una a una sin dejarme prestar atención a lo que tenía por terminar.
Un nuevo (de los incontables) gritos de “no, eso no se toca” hacia mi hijo, me distrajo otra vez del resumen. El mediodía y la ingesta de sólidos en mi cuerpo y el de mi familia me terminó de convencer de que era demasiado tarde como para terminar algo que tendría que haberse hecho hace mucho tiempo atrás.
“Comprar el hielo“, “ordenar la casa”, “guardar las cosas de Santi”, “avisar que se atrasaba el examen”, todas obligaciones que llegaban a mi cerebro, que a esa altura ya pedía un cambio urgente por fatiga muscular.
Sin darme cuenta me encontré haciendo un hermoso bollo con los apuntes a mano y tirándolos contra una pared mientras salía a recorrer el barrio (buscando un poco de serenidad que no pude encontrar).
A poco de llegar la hora del final tome el auto y pise el acelerador en dirección a la casa de uno de mis compañeros (del que realizó el trabajo) para terminar de cerrar detalles del mismo (detalles es una forma de decir, en realidad un 100 %). Hablando con él y con otro de mis compañeros de grupos caí en la cruel realidad de que estaba peor preparado de lo que pensaba, lo que incrementó a parámetros insospechados mis índices de nerviosismo (era la primera vez que estaba nervioso para un examen, taquicardia, aceleración respiratoria, tembleques en distintas partes del cuerpo, no poder dejar de moverme o de hablar, etc).
Nos dirigimos hacia el matadero con la convicción de que la suerte me acompañaría una vez más, pero no la llegaba a divisar por el espejo retrovisor del auto, se ve que estaba ofendida por algo (quizás mis abusos reiterados de ella).
El edificio al que nos dirigimos no daba la impresión de estar preparado para el evento (no había gente nerviosa ni de ningún tipo por los pasillos) así que decidí irme hacia el otro. Un cartel indicando aula 89 me hizo preocuparme aún más, llamar desesperado al resto de mis compañeros, llamar desesperado a mi mujer para que reorganice la salidera, llamar a María santísima por un error burocrático.
De lejos divisé la figura del verdugo, bajando de su carro, con paso firme y bien encaminado. Al hacer mi primer contacto me aseguró que era el otro edificio, el primero, el que se encontraba desolado, nuestro lugar de encuentro, por lo que recurrí a la tecnología para dar marcha atrás a las direcciones que hace segundos había modificado.
Llegamos al aula de la matanza y empezamos una larga espera por la llegada del verdugo (el profesor se quedó hablando en la puerta con otro tipo por más de una hora, total nosotros éramos sólo alumnos, nuestro tiempo tiene poco valor agregado). Cuando nos dijo que pasemos y nos acomodemos sentí como me estallaba el pecho, y luego comenzó el bombardeo.
En ningún momento fue una simple defensa, hubo muchos momentos tensos, preguntas viejas, rebuscadas, detalles de materias olvidadas, cosas que sonaban a cuento. Mi cara pasaba de la sorpresa al desconcierto, alguna que otra guitarreada, cara de poker, “uy perdí esta mano”. La partida era desigual y siempre me encontraba abajo. Alguno de mis compañeros escapaban con manotazos de ahogados, otros me acompañaban en el ahogamiento.
Por llego la hora de la verdad, “bueno, listo” se escucho de su voz ronca y serena. Aguiar 8 (primer safado), Lazaro 7 (otro que paso safando), Rodriguez 6 (uy, como están bajando las notas, estamos al horno), Rondina … (sentí que el profesor me miraba de reojo, como escapándosele una sonrisa maligna de costado) 7 (vamos carajo, pasamos el desconcierto).
Saludos de rigor con los profesores, primeras felicitaciones de su parte, primera ves que escuchaba la palabra ingeniero dirigida hacia mi persona.
Empecé a bajar las escaleras y escuchaba de fondo los aplausos (raro que sean hacia mi, la primera vez que hacia algo para merecerlos). De pronto se nublo todo, abrazos de un lado y del otro, alguna toqueteada de culo, muchos te felicito, y por suerte lo llegue a divisar a Santi que me rescato de esa vorágine en la que me veía inmerso.
Luego llego el momento del embadurnado, huevos, jugo, gaseosa, aceite, harina, polenta, pasta para pescado (imposible que pesquen algo con eso que tiene una baranda que asesina), condimentos varios, y comida en mal estado (estuvieron juntando en una bolsa desechos por más de una semana) la cual me dejo escupiendo arcadas por más de quince minutos, mientras me sacaban fotos y filmaban y escrachaban en ese bochornoso momento.
Luego me subieron al baúl del auto de mi suegro (un renaul 19 5 puertas, pero no se dieron cuenta que el baúl se caía a cada rato, así que era poso, golpe, poso, golpe) y me llevaron a recorrer el centro. Partimos en caravana de autos, cuatro autos con luces prendidas, balizas y bocinas por todos lados. De a poco fueron desapareciendo, terminamos siendo nosotros y mi cuñado atrás con el dedo cansado de tocar una sola bocina que sonaba a susurro en medio de los gritos del infierno. Si bien lo disfrute fue un momento pobre, medio austero, era como organizarse uno mismo la despedida de soltero sin tener con quien compartirla, perdió gran parte de su encanto.
Luego llegamos al departamento, amigos esperando, familia esperando, todos esperando al encuentro del nuevo ingeniero. Los vecinos con caras de asombro (¿de enserio se recibió este pibe? No le apostaba dos pesos) y algunos perros con ganas de masticarme (tenia un olor a pancho vencido que mataba).
Mangueraso en el patio, baño completo, y sesión de corte de pelo. Primero un corte regueton, rayitas blancas por todo el pelo, luego una cresta a lo Mario Baracus y al final no quedó ni un pelo (afuera me esperan los del psiquiátrico con chalecos de fuerzas y agarraderas para meterme preso).
Muchos sanguichitos, mucha cerveza, y un gran alivio por misión cumplida.
Se puede decir que fue todo suerte (estaremos en lo correcto), se puede decir que es un simple espejismo en el medio del desierto (en realidad no me importa), pero tengo un gran alivio de sentirme libre de este inmenso peso.

1 comentario:

LeO dijo...

Felicitaciones, Ingeniero.