jueves, 19 de marzo de 2009

Viejos recuerdos

La brisa le acariciaba el rostro, la manta sobre sus hombros no dejaba que la misma lo estremeciera. En el patio de ese edificio decadente del barrio de Nuñez no podía dejar de preguntarse donde había dejado sus dientes.
Observaba una y otra vez como los demás pacientes del geriátrico vagaban sin sentido por los pasillos esperando que la vida simplemente se les termine.
“La vida es un pedo”, pensó mientras observaba sus arrugadas manos descansar sobre sus piernas inmóviles.
Hace días, quizás semanas, que nadie venía a visitarlo. Quizás si lo habían hecho, pero no lograba recordarlo, o quizás sí lo recordaba pero no supo reconocerlos. Hace mucho tiempo que no podía reconocer los rostros, hasta el suyo le parecía extraño.
El sol que se escondía detrás de la medianera que separaba el geriátrico de lo que parecía ser un basurero le hizo recordar la tarde en que conoció al amor de su vida, el momento en que se cruzaron sus miradas, el instante preciso en que supo que lo único que quería era estar a su lado por el resto de su vida. Recordó su pelo claro y ondulado, el mismo que tenía su hija. Recordó los ojos claros de sus hijos, de todos ellos, de los siete que tuvieron cuando vivían felices en Comodoro Rivadavia. Empezó a recordar a sus nietos, esos pequeños que corrían a sus pies mientras él disfrutaba del buen tabaco que se consumía en una pipa gastada al ritmo de una balada cantada por Frank Sinatra. Recordó su juventud, los bailes en el club de barrio, sus zapatos relucientes, el pañuelo anudado. Recordó su niñez en Italia, el escape de la guerra con sus padres y hermanos, ese viaje interminable en barco, los mareos, la falta de alimentos, la escasez de agua, la gripe, el frío. Recordó a su madre, a su padre, a sus propios abuelos, a sus hermanos, a parientes lejanos. Quiso recordar su nombre pero fue en vano.
Una enfermera le colocó la mano sobre el hombro derecho.
- Vamos abuelo es hora de acostarnos - le susurro al oído en tono dulce y amable mientras comenzaba a arrastrar la silla de rueda.
- Linda, ¿cómo me llamo? - indagó el viejo sorprendiéndose al escuchar su voz, cómo si fuese la primera vez que la usaba para decir algo.
- Usted es Isidoro Pelayo, gran cacique de estas tierras.
- ¿Cómo cacique? ¿Yo no soy Italiano?
- No abuelo, se está confundiendo, usted nunca viajo en avión ni en barco en toda su vida, ni siquiera ha viajado en auto.
- Pero mi señora… mis hijos…
- Ud nunca se casó abuelo. Toda su vida lucho por los derechos de los nativos americanos y argumentaba que no tenía tiempo para esas frivolidades. Ud mismo me lo ha contado.
- Pero… ¿tengo familia?
- Lamentablemente no tenemos a nadie registrado, nunca supimos el nombre de sus padres y jamás apareció ningún hermano.
- Pero… pero….

El viejo bajó la cabeza y la apoyó sobre una de sus manos, no la pudo reconocer, esas no eran sus manos.
Mientras la enfermera se lo llevaba a la habitación de sus labios brotó una sonrisa y de sus ojos chispas.
Si esos recuerdos no eran suyos, si todo lo que recordaba era propiedad de alguna otra persona, ¿porqué esa tenía que ser su vida? Quizás ese anciano postrado en una silla no era él, sólo un mal sueño, una equivocación de la naturaleza que lo depositó por un instante en una realidad ajena, triste, lúgubre. Se durmió esperanzado, sintiendo que al despertar tendría la oportunidad de cambiar su presente, de no ser olvidado.

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